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Diario YA


 

“Yo, de entrada, respeto a todos, pero…” (imprescindible aval democrático)

LA POLICÍA DEL PENSAMIENTO

Manuel Parra Celaya.
    El experimento está al alcance de cualquiera. Elíjase una tertulia, cuanto más cercana y amigable mejor; cuídese, eso sí, que sus componentes ni pequen de irascibilidad, sino que se trate de ciudadanos de bien y tranquilos, sin especiales marcas de identificación partidista; pueden ser, indistintamente, de cultura elemental, media o superior. Créese un buen ambiente inicial, con temas insustanciales y amables.
    Cogiendo, si se quiere, el rábano por las hojas, sáquese a continuación a la palestra un asunto que implique controversia y cierto grado de compromiso por parte de los contertulios (me niego a escribir el horroroso palabro de tertulianos), por afectar a algunas de las ideas que han sido elevadas a la categoría de dogmas por la Ideología Dominante o Pensamiento Único; esas que se propagan sin descanso desde los editoriales o columnas de colaboradores de los periódicos, desde el cine y el teatro, desde las más inocentes, en apariencia, series televisivas.
    Como ejemplos, pueden servir la inmigración descontrolada, el Islam en nuestras ciudades, el “orgullo” LGTBI, el aborto, el cambio climático, la caza o las corridas de toros…; si se trata de historia, nada mejor que la guerra civil española (la última, claro). En el caso de que llevemos a cabo el experimento en una Comunidad Autónoma donde existe o impera un nacionalismo identitario (vulgo, separatismo), pueden formularse afirmaciones rotundas que lo pongan en cuestión. No son útiles para el experimento, sin embargo, las críticas al Ayuntamiento local o al Presidente de Gobierno, pues son temas en los que casi todos los españoles están de acuerdo y están desprovistos de peligrosidad por ser vox populi.
    Actuemos, pues, como ingenuos provocadores, con alguna aseveración impactante que afecte a la línea de flotación de lo políticamente correcto y esperemos las reacciones de nuestros compañeros.
    Observaremos, de entrada, que se hace un silencio provocado por la sorpresa; cuando se rompa y alguno se decida a seguir el hilo del asunto, notaremos inmediatamente que los tonos de voz se han reducido ostensiblemente; luego, que se deslizan miradas furtivas en derredor, por si nuestra pequeña y amigable tertulia pudiera ser foco de atención desde otras mesas del establecimiento. Estos dos aspectos iniciales recuerdan mucho aquellos añejos e históricos carteles de todas las guerras, presididos por una imagen de un feo monigote y el eslogan “El enemigo está al acecho y te escucha”.
    Uno de tus compañeros, el más osado, abrirá el fuego, pero sus palabras siempre irán precedidas por alguno de estos prolegómenos: “Yo, de entrada, respeto a todos, pero…” (imprescindible aval democrático) o “Claro que cada uno es libre de pensar o de vivir como quiera, pero…”. Si tú has sido muy directo, costará algo más que los otros intervengan en el tema, por lo que se aconseja ser manso como las palomas y astuto como las serpientes, o algo así.
    ¿A qué son debidas esas precauciones -bajar la voz, mirar alrededor, uso de preámbulos justificativos) cuando, tanto en la Constitución como entre los Derechos Humanos más básicos figura la libertad de expresión? En primer lugar, porque ya sabemos históricamente que las grandes palabras de la revolución liberal muchas veces quedan en intenciones y no en realidades; en segundo lugar, porque, cada día con más evidencia, estamos viviendo bajo los regímenes que, sin necesidad de acudir al recursos literario del oxímoron, son considerados “totalitarismos democráticos” o “democracias totalitarias”, que tanto monta.
    Y, en esta segunda causa, funciona, de forma generalizada, la “Policía del Pensamiento”, que fue distopía en Orwell, institución vigente y oficial en Cuba y Venezuela, por ejemplo, e ideal de todas las tiranías que en el mundo han sido, son y serán.
    Se trata, en el fondo, de una férrea autocensura o censura subliminal, que responde al dicho de lo que no se puede decir no se debe decir, y, mejor, pensar. No precisa de ninguna tecnología de la vigilancia, ni de aplicaciones de la neurociencia, siempre tan costosas, ni de secretas que te llevan a la comisaría o te presenten ante un juez, previamente a la condena de cárcel. Pero, tal como están las cosas, no me extrañaría que estos métodos complementaran la policía del pensamiento existente.
    Es el miedo al discrepar de la mayoría, esa que ha sido formateada y manipulada sagazmente, imbuida de tópicos, ideas-fuerza, estigmatizaciones y demonizaciones constantes, de consensos preestablecidos y bombardeo mediático.
    Uno recuerda de su primera juventud -es mi memoria democrática personal e intransferible- cuando se contaban impunemente chistes sobre Franco en los bares, entre sonoras carcajadas de los concurrentes, y sin que interviniera nadie de la Brigada Político-Social para poner freno al desmadre (dicen que el propio Franco hacía que le repitieran los chistes que corrían sobre él y los celebraba con humor a la gallega, pero de esto último no puedo dar fe).
    Viene a cuento una cita de un autor de nombre impronunciable que registra Pedro Baños (“El dominio mental”): “El psicopoder es más eficiente que el biopoder, por cuanto vigila, controla y mueve a los hombres no desde fuera, sino desde dentro”.